jueves, diciembre 24, 2009

LITERATURA Y DESAPARICIÓN

Por Diego Alfaro Palma
Publicado en Atrezzo





Mientras escribo estas tentativas consumo un poco de la energía de un río convertido en electricidad. Vuelto ahora palabras, ese río, que alimenta la luz de la lámpara y el funcionamiento del computador, podría desaparecer de un día para otro. Es probable que para algunos lectores sea conocido el caso de un lago glaciar, ubicado en Campos de Hielo sur, aquí en Chile, que dejó de existir sin previo aviso. Este hallazgo fue secundado por una serie de opiniones de expertos que no lograban ponerse de acuerdo acerca de lo ocurrido. El lago sin nombre, había dejado una inmensa fosa vacía y había partido para no volver. Fenómeno natural del que no se poseen los suficientes registros, efecto del retroceso de los glaciares a nivel mundial, jugarreta de un túnel subterráneo, lo cierto es que aquel lugar, hoy inexistente, desafió la inteligencia de cualquiera que deseara crear una metáfora de la extinción.

Ya en otra oportunidad intenté enlazar el tema de la desaparición y el lenguaje a través de un artículo titulado “Detengan todos los relojes”, título extraído del primer verso del poema de W.H. Auden “En memoria de W.B. Yeats”, elegía al gran poeta irlandés. Sin duda, ese primer verso servía de entrada para encausar un deseo profundamente humano y hoy cada vez más añorado: el hecho de detener el avance del tiempo ante los efectos del Calentamiento Global y la desaparición de las especies. Asimismo, en la intención de continuar aquellas reflexiones, me permito ahondar en un efecto que llegué a nombrar “metafísica de la extinción”, como una forma de enfocar la cuestión del vaciamiento de las palabras ante la pérdida de sus referentes materiales, de los lugares y los seres. Y es probable que ya estemos situados en un punto crucial a nivel histórico y lingüístico respecto a esta depredación. Extrapolando una imagen que plantea Giorgio Agamben en su ensayo “Experiencia y pobreza”, podríamos quedar “como aquellos personajes de historieta de nuestra infancia que pueden caminar en el vacío hasta tanto no se den cuenta de ello: si lo advierten, si lo experimentan, caen irremediablemente” . Ante un fondo blanco, o más bien gris, la escenografía de nuestras ciudades modernas se alimenta, más y más, de reproducciones enciclopédicas de la selva amazónica o del mar de Aral; más temprano que tarde un sin número de especies parecerán blanquearse de su lugar de origen, fundiendo su inhóspita existencia en un manual a todo color o a una antigua guía turística.

No obstante para ingresar al tema y tratarlo como una totalidad, debemos acercarnos a una definición de crisis. Los griegos utilizaban esta palabra para designar los conflictos de la naturaleza. La crisis, para ellos, cumplía con la demarcación de un instante límite, en donde la physis, es decir, el conjunto de elementos materiales o físicos reunidos de manera integral, entraba en un proceso de muerte o de transformación. De hecho, el viejo Hipócrates hizo uso de la crisis para apuntar el momento en que un cuerpo, afectado por una enfermedad, se veía ante la curación o el agravamiento. Por lo tanto, si retomamos esta fuente de conocimiento occidental, todo aquello que se ha remarcado como crisis ambiental, actualmente, posee un sentido global y no parcelado de la experiencia de la enfermedad. La precariedad de la existencia moderna de los individuos en las grandes ciudades, logra muchas veces disociar, en cuanto entendimiento de este fenómeno, su origen como parte de una totalidad, remitiéndolo únicamente a la representación lejana de un momento crítico. Por ejemplo, la movilización de grandes capas glaciares a través de los océanos, producto del alza de las temperaturas y la ampliación del agujero en la capa de ozono, podría aparecer en un noticiario como una instancia distante y no experimentada directamente, sino un paréntesis en la circulación de información y no una parte de un todo. Es por esto que es necesario vincular la crisis de manera sistemática, entendiendo por ella no sólo una situación meramente ambiental, sino que atañe a otras tantas causas como la crisis financiera mundial, la alimenticia, la demográfica y la del trabajo, entre otras, en la cual podría participar la literatura.

Asimismo, debemos comprender ante todo que esta es una crisis del espacio. La extracción de recursos hasta su desaparición, la fuga de grandes concentraciones de agua dulce, las variaciones climáticas que afectan a grandes porciones de territorio hasta su modificación, el avance de la población hacia puntos donde el trabajo está asegurado –y la mano de obra barata también-, la brutal división de las ciudades por aspectos de clase social, van modificando nuestra percepción espacial tanto de lo rural como de lo urbano. Y si hay una idea que haya impulsado la aceleración de esta crisis, esta es sin duda la del progreso:

“Sin duda, el progreso entraña la conquista del espacio, la destrucción de todas las barreras espaciales y, por último, la ‘aniquilación del espacio a través del tiempo’. En la noción misma de progreso está implícita la reducción del espacio a una categoría contingente. Como la modernidad trata sobre la experiencia del progreso a través de la modernización, los trabajos sobre ese tema por lo general han acentuado la temporalidad, el proceso del devenir, más que del ser en el espacio y en el tiempo” .

Estas palabras de David Harvey se ajustan directamente a lo que intentamos remarcar, es decir, el hecho de que esa palabra, instituida ideológicamente y, por tanto, a una forma de interpretación de la realidad, ha movilizado la devastación del espacio a partir de la Revolución Industrial. Es en este momento en que las emisiones de CO2 comienzan a multiplicarse, en que el proceso de masificación se extiende a través del planeta, en conjunto a la extracción y modificación a favor de la producción de grandes explanadas. Hay que entender, por otra parte, que la expansión del sentido de progreso, como una dirección obligada de la modernización, hacia la realización romántica de un nuevo hombre, cumple, entre otros orígenes, con la conformación del capitalismo como modelo económico. Para la comprensión de este paradigma, Immanuel Wallerstein ha logrado calificar esta condición como la de una economía-mundo, “una gran zona geográfica dentro de la cual existe una división del trabajo y por lo tanto un intercambio significativo de bienes básicos o esenciales así como un flujo de capital y trabajo” . Desde la apertura de nuevas rutas comerciales, en los orígenes de las sociedades pre-capitalistas del siglo XVI, a la movilización de nuevas técnicas de reproducción de las mercancías, el sentido del progreso ha estado continuamente ligado a esa necesidad occidental de conquistar el espacio, exportando así toda una forma de comprender las relaciones entre los hombres. El planeta, por lo tanto, se ha vuelto una interconexión de puntos estratégicos de comercialización y fabricación de elementos, con sus claras diferencias éticas, étnicas, idiomáticas, políticas y religiosas, pero basadas en una homogeneización del intercambio, gracias a los brutales impulsos imperialistas de las potencias capitalistas occidentales.

Ahora bien, la gran “fábrica del mundo” es hoy China y el Sudeste asiático. Desde ahí se crean todos los productos necesarios y no tan necesarios para su comercialización a nivel global. China, especialmente, provee a los grandes capitales de una plaza de mano de obra barata, sin regulaciones ambientales y laborales. La actual crisis económica mundial, basada en la extrema financiarización, da por resultado una relación cada vez más dependiente del sistema-mundo con respecto al eje productivo chino, es decir, que no solo la pauperización del trabajo va en constante alza, sino también la pauperización de las regulaciones ambientales. La imagen de Pekín, extremadamente contaminado en los últimos Juegos Olímpicos de 2008, intentando ser habilitado para el desarrollo de estas competencias, es una clara imagen de cómo y hacia dónde podría llevarnos esta crisis del espacio. Igualmente, la reubicación constante de población y zonas fabriles en China y en el sudeste asiático, y hoy también en gran parte del norte de África, está modificando no sólo el curso de los ríos para la generación de energía, sino, de igual forma que en las potencias occidentales, inmensos territorios y ciudades abandonados, lugares cuyos nombres están vaciados.

La movilidad y la migración de grandes masas humanas hacia lugares potenciales de oportunidades laborales, o también alimenticias (como en el caso de los refugiados en África), se han acelerado en las últimas décadas, generando una dialéctica más compleja entre pobreza y experiencia. No solo gran parte de la población mundial pierde su contacto directo con sus raíces, con instancias fundamentales como la identidad y la memoria, sino que también en relación a su comunión con el planeta por efectos de la sobrevivencia. Esto pasa también en las ciudades modernas gracias al auge del mercado inmobiliario y la homogeneización del paisaje, en donde los individuos, a su vez, también están afectos a la vicisitud de conformar un lugar estrictamente genérico del habitar. Así, como ocurre en muchos lugares de Latinoamérica, la población va perdiendo su derecho inalienable a la ciudad (citando aquella idea de David Harvey) y a formar parte de decisiones en cuanto a lograr soluciones viables al problema de la historia, el arraigar y la integración. Este es el efecto alienante más perjudicial en cuanto a crear una vinculación con el espacio y lo que desaparece.
Es por esto que la literatura cumple hoy un papel primordial. Citando nuevamente a Harvey:

“Hasta la letra escrita extrae propiedades del flujo de la experiencia y las fija de forma espacial. ‘La invención de la imprenta introducía la palabra en el espacio’, se dijo, y la escritura –un ‘conjunto de pequeñas marcas que avanzan en una línea clara, como ejércitos de insectos, a los largo de páginas y páginas de papel blanco’- es, por lo tanto, una espacialización definida. En efecto, cualquier sistema de presentación es una espacialización de esta índole que, automáticamente, congela el flujo de la experiencia y, al hacerlo, distorsiona aquello que se esfuerza por representar. ‘Escribir’, dice Bordieu, ‘arranca a la práctica y al discurso del flujo del tiempo’” .

La literatura es esa marca espacial que, dentro de sus posibilidades infinitas, tiene la propiedad de proteger los nombres de los lugares y seres que desaparecen. Es el ejercicio mismo de la memoria y la identidad, un camino de palabras, como de hormigas, en donde ya por su afirmación o negación inherente de la experiencia, puede dar cuenta de la catástrofe y brindar un diálogo certero. En su precariedad existe una conversación secreta entre lo que se vacía y no vuelve y aquello que se trata de salvar, ya por nostalgia, ya por un compromiso mayor. Y toda gran escritura se plantea esa dialéctica con el espacio, conformando su propia poética de éste, sin embargo, a esta nunca se le podría exigir un emplazamiento directo en la contingencia, una especie de panfletarismo ambiental. Al contrario, puesto que la “poética del espacio” es indisoluble a toda literatura; pedir resultados a la poesía o al teatro, sería un poco ir en favor de una lógica más de mercado que artística, pues es ya la literatura una herramienta significativa para nombrar este periodo de transformación y evanescencia, en cuanto ha dejado y sigue dejando los hitos de una dialéctica entre lenguaje e historia.

Ante el poblamiento de los espacios urbanos por la lógica de la publicidad y la fantasmagoría del fetichismo que suscita la mercancía, la literatura y el arte tienen la posibilidad de retratar la precariedad de lo único, del detalle. Sin duda, la “metafísica de la desaparición”, el vaciamiento de nombres e identidades comunitarias ligadas a aquello único y que desaparece (animales, selvas, ríos, montañas y el mismo aire) es y será parte de esta crisis mayor, y una más tangible que una meramente textual o teórica, en las formas de representación artística, una crisis que supera claramente las condiciones de género o estructura, hacia una probable vuelta al concepto de totalidad, más que de fragmentariedad, en las propuestas artísticas.

Y mientras termino de escribir este texto, comenzado el día anterior, miro hacia los cerros y una gran humareda puebla una zona de pastizales. Palabra a palabra las sirenas, que una vez cantaron a Ulises para que abandonara su retorno a Ítaca, cantan hoy la emergencia de un sitial que será consumido por las llamas. En estos días se multiplican más y más, no sólo aquí sino alrededor del mundo, y pienso en cómo podría un músico volver a interpretar las Cuatro estaciones de Vivaldi, sin conmover a su auditorio, absorbiendo la actual violencia del clima, y dejar de entrever la devastación y su maquinaria.

jueves, diciembre 03, 2009

VANGUARDIA Y DESAFÍO


por Diego Alfaro Palma



Del 2 al 6 de julio en Londres se celebró uno de los eventos más esperados de este año. Se trata Marxism 2009, una serie de conferencias y representaciones artísticas, que tiene por vocación reunir los temas más candentes para los movimientos de izquierda mundiales. Dentro del programa, la crisis económica, el calentamiento global, la problemática palestino israelí, la liberación de la mujer y la situación latinoamericana, se tomaron nuevamente la platea. Entre los invitados había nombre grandes: Alex Callinicos, David Harvey, Terry Eagleton, Slavoj Zizek, Gareth Pierce e Itsván Mézarós, entre otros. Sin duda un deleite para los seguidores de Marx. Sin embargo, y a pesar de los nobles y urgentes problemas que ahí se trataron, hubo uno que sobrepasó incluso a sus organizadores, y que no es más que el debate acerca de la estrategia. A un lado del ring estaba el combativo Callinicos y al otro el famoso Zizek.

La izquierda posee un largo historial de debates, y basta recordar los mismos que Marx mantuvo con los pensadores de su época, la debacle entre Trotsky y Stalin, el mítico desacuerdo entre Lukács, Brecht y Bloch acerca del alcance y proyección del realismo socialista, la abundante bibliografía de la confrontación entre Jean-Paul Sartre y Roger Garaudy. Habría que nombrar otros tantos, no obstante, la importancia del que mantuvieron Callinicos y Zizek es, hoy por hoy, de lo más contingente. Por otro lado, el hecho de que la gran discusión teórica marxista se haya concentrado en la capital inglesa, tampoco es un fenómeno casual. Ya Perry Anderson en su obra Tras las huellas del materialismo histórico, había acusado este hecho. El editor histórico de New Left Review ha catalogado este “predominio anglosajón”, en primer lugar, como un efecto de los fracasos estratégicos del eurocomunismo (aliado a la centro izquierda e incluso, en Italia, a la Democracia Cristiana) y de la tradición marxista latina (en Francia, España, Italia y Portugal); sumado esto al posicionamiento en estudios históricos, económicos, sociales y literarios que lograron concentrarse en las universidades británicas, en los medios y editoriales con autores como Hobsbawm, Hill, Williams, Jameson, Brenner, Thompson, Eagleton y el mismo Anderson. En otras palabras, el marxismo volvió a la tierra donde Marx elaboró El Capital y donde finalmente su cuerpo expiró. Ahora bien, ¿esto significa un verdadero renacimiento del marxismo a escala global, práctico y teórico, o lo que comúnmente vemos son sólo fenómenos aislados?



La discusión entre Callinicos y Zizek estuvo entrecruzada por esta última pregunta. Ambos, para caracterizarlos, representan dos tradiciones dentro del marxismo que hoy debaten su predominio. Por un lado, Callinicos (Zimbawe, 1950), trotskista, crítico acérrimo de los teóricos posmodernistas y líder del Socialist Workers Party, es un hombre duro de roer. Gran parte de su exposición en Marxism 2009 estuvo enfocada en mantener una idea fundamental para la izquierda: el partido. Cuando hoy, muchos de los teóricos se relacionan con movimientos anarquistas o a la crítica anticapitalista convirtiéndose en radicales pop (incluso obteniendo éxitos de ventas), Callinicos ofrece la continuación de la vieja vía; en otras palabras, situarse en el poder mediante la táctica partidista, señalando preocupaciones precisas a nivel global, atacando las acciones y los discursos de la clase detentadora y defensora del modelo neoliberal mediante la crítica y la acción en conjunto de distintas fuerzas organizativas (sindicatos, ecologistas, feministas, estudiantes, etc.). Por contraparte, Zizek (Eslovenia, 1949), famoso en las universidades norteamericanas y en el mundo, por su papel de filósofo sintetizador de la postura de Lacan, Hegel y Marx, además de sus constantes alusiones al cine hollywoodense a la hora de analizar las problemáticas ideológicas, significó un contrapunto interesante en el debate. Su posición acerca de la estrategia tiene un primer punto, para él, indispensable: “la crítica de la nostalgia”, nostalgia que ve representada en la posición de Callinicos y de gran parte de la izquierda partidista. Le interesa mayormente algo que muchos teóricos –nacidos principalmente de la heterodoxia marxista- ya han realizado: la crítica a la experiencia soviética y la crítica a (y no el refugio en) los procesos latinoamericanos, lo que para él es la mejor forma de encausarlos y ayudarlos. Pero el punto central de su confrontación con Callinicos es que Zizek alude a una alianza con los liberales que, según él, en tiempos de crisis como los nuestros, necesitarán, más temprano que tarde, la experiencia de la izquierda para sobrellevar el declive democrático. Podríamos entender por esto que para Zizek, el fenómeno de la nacionalización de bancos y la regulación al sistema financiero, proceso que se vive a lo ancho y largo del globo, deberá tener un asidero, para los liberales, en ciertas tácticas donde la izquierda (especialmente la marxista) posee un dominio histórico.

Sin embargo, gran parte de los oyentes, ya poseían un registro de lo que iba a suceder en aquel debate. Zizek había participado en el coloquio On the idea of comunism, organizado por el Instituto de Humanidades de Birkbeck, en Londres, en el mes de marzo de 2009. Junto a él participaron ni más ni menos que intelectuales como Alain Badiou, Michael Hardt, Jean Luc Nancy, Toni Negri, Terry Eagleton y Giovanni Vattimo. Ahora, este hecho, vendría a recuperar la primera pregunta que hemos planteado. Y sí, sin duda el marxismo ha retomado fuerzas. Parecería impensable una discusión como aquella, con tales pensadores en la mesa, hace diez años. El agotamiento en las universidades del textualismo, los estudios de género, desprendidos de un soporte en la realidad, una realidad, por lo demás, devastadora, quedan hoy como ejemplos de un esencialismo liberal ajeno a la problemáticas históricas, materialistas y de clase que hoy se robustecen.

Pero eso no es todo, hay más de donde salió Marxism 2009. David Harvey respondió como ninguno. Harvey, para quienes no lo conocen, es uno de los autores y pensadores marxistas más potentes de las últimas décadas. Es notable su trabajo con respecto al fenómeno de la capitalización y división en clases de las grandes ciudades, su crítica mordaz al neoliberalismo (en especial, su visón al proceso chileno) y su relación con movimientos de conservación y de minorías sexuales y raciales en la ciudad de Nueva York, donde actualmente es docente. Su papel en la serie de conferencias fue entrar al debate entre Callinicos y Zizek. Para esto comenzó analizando la irracionalidad de un sistema económico y político, que abastece y mantiene a los productores de la crisis, mientras el desempleo, el hambre y la pobreza se multiplican en cifras estratosféricas. “Eso es estupidez”, afirmó el geógrafo. La cuestión para él es cómo aunar las fuerzas racionales y en estado más vulnerable para dar una respuesta a las necesidades actuales. Para Harvey el sentido de lo revolucionario se ha vuelve vacío sino se pregunta por cómo éste debe situarse en un tiempo de crisis. La cuestión es cómo guiar el avance tecnológico capitalista hacia uno socialista en relación a la naturaleza. “Un momento de crisis es un momento de reconfiguración tanto del uso de las tecnologías, de la relación con la naturaleza y las relaciones interpersonales y sociales”, aseveró siguiendo a Marx. Todos los conocimientos y las tecnologías se encuentran en una prisión ideológica, en estructuras ideológicas y hay que liberarlas –aseveró Harvey-, como el conocimiento de las universidades, democratizar, a su vez, las tecnologías limpias, concretar un movimiento que recoja el descontento y lo proyecte en una vía organizativa que vuelva a pensar la forma de construir un Estado.

Sin embargo, para Harvey, la problemática es aún más compleja. Tanto es su obra A Brief History of Neoliberalism, como en sus distintos textos y discusiones, se ha dedicado en remarcar un hecho ineludible: el neoliberalismo, en su práctica, “ha sido un proyecto de clase camuflado bajo una proteica retórica sobre la libertad individual, el albedrío, la responsabilidad personal, la privatización y el libre mercado”. Esto –que para muchos puede ser de perogrullo- Harvey lo ha contextualizado, en estos dos últimos años, al nivel de cómo las políticas económicas de las grandes potencias plantean su respuesta a la crisis financiera. Sería largo de relatar el planteamiento del autor, no obstante, se podría resumir en cómo el gran poder capitalista vehiculizará, a través de la condonación de deudas a entidades financieras y grandes empresas, los excedentes de la actividad financiera, ya sea a través de la contracción del poder económico en cada vez menos entidades, o en la materialización de aquellos excedentes, ya no en el mercado inmobiliario, sino encausándolos hacia otras formas de capitalización. Harvey ha sido enfático –como lo hizo en una conferencia en el Foro Social Mundial- en decir que esta crisis financiera es más bien una “crisis urbanística”, que no sólo ha dejado más de 2 millones de personas sin hogar en los EEUU, y para los cuales no ha llegado subvención alguna, sino también ha despojado, en las grandes ciudades del mundo, a la clase trabajadora de su derecho a la ciudad, a tomar decisiones sobre ésta y cómo se quiere vivir. Y cuando ha mencionado esto no sólo se refiere a esta crisis en específico, sino a las más de 378 crisis financieras que se han venido produciendo desde los años ’70 hasta acá, fecha clara de la instauración del sistema neoliberal, y que ha generado un superávit de $50 trillones de dólares.

Pero, más allá de lo que se pueda creer, Harvey no es un derrotista. Su movimiento “Right to the city” ha cobrado fuerzas en distintos puntos del mundo, desde Tokyo a Barcelona, de New York a Sao Pablo. Y esto es un incentivo para las organizaciones civiles, más allá de sus posiciones políticas. El derecho a la ciudad, como ha dicho, es un derecho inalienable, es un derecho que lo generan las mismas personas y es una lucha contra los intereses estatales y privados que toman las decisiones urbanísticas, que perjudican siempre a los que tienen menos. Y es por un lado saludable pensar que hoy en muchas partes de Latinoamérica esa lucha tiene un asidero más concreto y potencial que en los países del hemisferio norte.

No obstante, a la izquierda en esta parte del mundo le queda un largo camino y que deberá recoger, más temprano que tarde, de las discusiones de la vanguardia a nivel global, aunque, como sabemos, gran parte de la vanguardia misma esté ocurriendo aquí (al menos concretamente). El que Harvey haya señalado la lucha por el derecho a la ciudad como una lucha contra el capital, contra los intereses neoliberales, es ya un buen punto de partida para rearticular un diálogo más profundo con los ciudadanos, en especial con aquel grupo que se siente acurrucado por políticas públicas o privada de las que se vuelve dependiente o acrítico, discriminando a la política por el desprecio a la clase que la ejecuta, pero sin considerar su ejercicio de ésta, como seres autónomos y netamente políticos. Sin duda futuros debates deberán entrecruzar, al Derecho a la ciudad, el viejo Derecho de vivir en paz y, desde ahí rescatar estratégicamente –tanto práctica como teóricamente- un sustento que yace olvidado: la capacidad de la izquierda (especialmente marxista) de analizar los distintos fenómenos como una totalidad; aquello que Lukács siempre reclamó como la mirada crítica obligatoria para la indagación y transformación de lo real, se vuelve cada vez más urgente. Los temas que ha puesto en el tapete la izquierda –la crisis climática, la financiera y alimenticia, más las problemáticas inmigración, género y educación, entre otras-, merecen, al menos en este país llamado Chile, un debate teórico exigente y una práctica que no vuelva a ser una receta reversible para los neoliberales. Pero un debate es exigible para reconocer una dirección, denotar puntos de análisis y, finalmente, saber con qué no hay que volver a tropezar.